Anécdotas del 8M – Yo no quiero ser igual
Por Virginia Porcella – 10
Fue el último 8 de marzo. Tenía prendida la radio en el auto, temprano a la mañana, y el periodista Luis Novaresio le preguntaba a las columnistas de su programa qué era lo que más les gustaba de ser mujeres. (Aclaración para distraídos/as: el 8 de marzo se celebra el Día Internacional de la Mujer). La pregunta me hizo algo ruido, porque la sentí entre condescendiente e infantil pero, sobre todo, porque no me lo podía imaginar a él contando qué era lo que más le gustaba de ser hombre. Claro que no hay un Día del Hombre. Aun así, tuve la reacción de responderla para mis adentros. Tengo una hija pequeña y mi pensamiento más inmediato fue “la maternidad”. Para mi sorpresa, las cuatro mujeres del programa de radio -algunas madres y otras no- respondieron casi lo mismo: “la posibilidad de ser madres”. Digo sorpresa porque, como veremos más adelante, parece que no se lleva tanto eso de decir que nos gusta ser mamás (o que es lo más nos gusta)
Casi 12 horas más tardes, relaté el episodio ante una reducida audiencia en una presentación de libros que compartía con tres colegas. Apuntaba a reforzar el concepto de que la maternidad, efectiva o potencial, atraviesa de forma determinante nuestra vida laboral, profesional y eventualmente empresaria. Claramente más que la paternidad la de los hombres. Pero el comentario encendió las alarmas del feminismo políticamente correcto de estos tiempos, en los que pareciera que es “la construcción social del género”, y no el deseo genuino, lo que nos hace preferir muchas veces pasar más tiempo en casa con nuestros hijos y menos en la oficina peleando espacios de poder.
Inmediatamente me tildaron de “machista”. (No viene a cuento pero siento que hago justicia al recordar el ataque de risa que le dio a mi marido-flojo-de-papeles, quien igual que yo ni lava ni plancha, pero cocina, hace las compras, baña a la niña y se ocupa hasta de su lista de útiles escolares, además de llevar, traer y arreglar las cosas de la casa porque todo mi machismo reside en que yo, mujer independiente-autónoma-y- autosuficiente, soy una cómoda inútil para las tareas de mantenimiento del hogar, incluido el jardín).
El punto central es que no termino de entender dónde está el machismo en eso que dije. Probablemente en que en vez de escuchar que “lo que más les gusta” a esas cuatro mujeres columnistas de Novaresio era la maternidad, se malescuchó “lo más importante” para esas cuatro mujeres columnistas de Novaresio era la maternidad (y si así hubieran dicho ¿está mal? ¿eso las (nos) convierte en unas machistas irreductibles? ¿les debería importar más la silla que ocupan en la radio?¿les debería incluso gustar más?)
En conclusión, esa es la anécdota. Porque lo que yo creo que verdaderamente molestó es todo lo que había dicho antes y que, en definitiva, nos hace mirarnos a nosotras mismas y no estar apuntando todo el tiempo los cañones para afuera. Porque lo que había dicho, propuesto, antes es que, cuando peleamos por la igualdad, nos acordemos de pensar que no somos iguales. Por algo se habla de “diversidad” ¿no?. Así no malgastamos la energía peleando por las mismas condiciones que hoy tienen los hombres, sino que la enfocamos en lograr nuevas condiciones que nos favorezcan más todos, a nosotras y a ellos también.
Marco esta diferencia porque –dejando de lado la parte más obvia del debate sobre la brecha salarial entre hombres y mujeres– muchas veces el concepto de “igualdad de género” se confunde con el de “las mujeres podemos (y debemos) tenerlo todo”. La carrera super-exitosa, coronada con un alto cargo en el directorio de una empresa, un gran prestigio profesional que nos reditúe económicamente o una función política encumbrada, además de una familia, preferentemente funcional. Como eso raramente sucede al mismo tiempo, cobra renovada vigencia la discusión por el techo de cristal y la bajísima proporción de mujeres en puestos clave.
Y es que en el fragor de la lucha contra el patriarcado, que nos hace sentir que tenemos que elegir entre la carrera laboral y los hijos, perdemos de vista que ellos también enfrentan esa elección y que ellos tampoco pueden tenerlo todo. De hecho, ellos tampoco lo tienen todo. La carrera exitosa, llegar al puesto de CEO, a la silla en el directorio o en el ministerio, les demanda un tiempo, una energía y un espacio que la gran mayoría de las mujeres, a juzgar por las pocas que llegan, no está dispuesta a conceder. Ellos hacen una elección que muchas de nosotras no haría. Que muchas de nosotras no hace. Porque el problema no está en el techo.
El problema está en la escalera. El problema está en la escalera del edificio que nos induce a hacer elecciones que terminan favoreciendo a los hombres en el ámbito laboral y a nosotras, las mujeres, en el familiar. Y, al fin de cuentas, cada uno se queda con una parte y ninguno con todo. Es injusto. Al menos para nosotras, es injusto seguro. ¿Para ellos? No está tan claro, al menos porque no se quejan tanto ni reclaman su espacio en el mundo familiar como nosotras reclamamos el nuestro en el laboral. La pregunta entonces es: cuándo hablamos de igualdad ¿hablamos de simplemente hacer las mismas elecciones que ellos? Si es así, a mí no me interesa.
A mí me interesa una pelea por la igualdad que contemple que no soy igual. Que yo quiero realizarme profesionalmente sin resignar compartir la vida en familia, con mis hijos. Querer estar presente, cuidarlos, no es una construcción social, no es machismo impuesto por una sociedad machista, es un deseo profundo de gran parte de las mujeres que trabajan y son madres. Aun pudiendo delegar esa tarea, como es mi caso, en el padre o en un tercero. Machista es, en todo caso, el mandato que los obliga a ellos a desatender ese mismo deseo, si lo tuvieran.
A diferencia de hace unos pocos años, y gracias al debate universal sobre el tema, las oportunidades para las mujeres están un poco más disponibles. Con más o menos énfasis, en distintos ámbitos se promueve a las mujeres en los espacios de decisión. Pero la realidad es que, en la punta de la pirámide, aún son minoría las mujeres que pueden aprovechar esas oportunidades. Eso es lo que tenemos que cambiar. Otra vez: no es por el techo por lo que no tenemos que preocupar, es por la escalera. Nosotras y ellos también. Preocuparnos en reconstruir esa escalera de modo que las mujeres no nos caigamos antes de llegar al techo ni que los hombres se tengan que quedar a vivir en ella -en vez de en sus casas- para alcanzarlo.
La metáfora “reconstruir la escalera” suena, y es, voluntarista. Creo que el cambio, real y estructural, sólo se va a dar por cantidad. Cuando seamos más las que lleguemos a lugares clave, sea por expansión “vegetativa”, por políticas de cupo, de flexibilidad horaria o cualquier otro paliativo. La clave es que una vez ahí, pongamos en práctica un modelo distinto, sin reproducir el que hoy resulta más cómodo para ellos que para nosotras. (Les dejo un link para profundizar en esto: Las mujeres en el lento camino del inmigrante)
Porque, hasta ahora, el modelo de las mujeres que llegan es el de quienes han resignado demasiado para ser iguales o son tremendamente excepcionales. Lamentablemente yo no soy excepcional. Y tampoco quiero ser igual.